Tres lecturas de una semana

Aunque pueda parecer humilde

Los frágiles y preciosos relatos, las piezas exquisitas, buscan amparo en las pequeñas editoriales

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FÉLIX De Azúa

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Algunos leones se viciaban con la sangre humana. Eran devoradores de hombres y así les llamaban los indígenas. Hay historias pavorosas y verdaderas, como aquella de un león que devoró sucesivamente a 14 trabajadores que estaban construyendo una línea férrea en algún lugar de África. Las mejores escopetas del mundo no pudieron darle caza y cada noche se escuchaba el aullido de una víctima. Cientos de obreros se acurrucaban aterrorizados en sus tiendas esperando el alba.

Bueno, no es lo mismo, pero también hay devoradores de papel. Yo soy uno de ellos. Las grandes piezas se van haciendo escasas, de modo que el cazador (templado por los años) se divierte cazando piezas pequeñas y exquisitas. Para la práctica de la caza menor son de menester entornos discretos donde estas piezas buscan refugio huyendo de los grandes espacios abiertos donde dominan los superventas.

Es difícil subsistir en la sabana de las novelas sobre templarios, sociedades secretas, lesbianas vengadoras o crímenes noruegos. De manera que los frágiles y preciosos relatos buscan amparo en pequeñas editoriales. Son ellas las que permiten a los viejos devoradores de papel seguir cazando sin tener que montar un safari. Pueden hacerlo a pelo.

Por ejemplo, en una sola semana comencé con una historia delirante, Los mayorazgos, de Achim von Arnim (Nortesur), posiblemente el relato más disparatado de este año. El olvidado Von Arnim (murió en 1831) fue uno de aquellos románticos radicales que inventaron el surrealismo sin saberlo. En esta breve narración la atmósfera es opresiva, los personajes podrían estar muertos y el argumento es una pesadilla. Resulta chocante que la literatura de vanguardia apareciera muchas décadas antes de que fuera así clasificada por la Academia.

Luego continué con La voz de Lila (Libros del Silencio), un cuento pornográfico que vendió millones de ejemplares y tuvo un éxito pasmoso hace 15 años. Su autor se firmaba Chimo y aún se discute si es cierta la biografía que de él dio su editor (lo presentaba como un preso magrebí) o bien oculta a un famoso autor que no desea ser acusado de pornógrafo. Lo leí porque lo ha traducido y prologado Ignacio Vidal-Folch, de quien leería incluso las facturas de Telefónica. Además de pornográfico, el relato describe de soslayo la vida en los barrios periféricos de París, allí donde los chicos árabes queman de vez en cuando los coches de sus padres, pero muestra una ternura singular hacia el magrebí y su preciosa (e intocable) muchacha. Sí, es posible que detrás de Chimo se esconda una figura de las letras parisinas.

El último de la semana lo publicó esa editorial enorme que se autodefine, muy chic, como Minúscula hace ya unos meses. Es una canción de amor de Gertrud Stein, pero no a un ser humano, un animal o una planta, sino a una ciudad y un país. Como su título indica, París Francia trata de ambas cosas, de la capital entre 1900 y 1939 y también de la vida rural francesa que Stein aún conoció. Lo escribió en 1940, cuando París había sido tomado por los alemanes y ella recordaba sus años parisinos sin saber si jamás podría regresar.

Hay en este poema deliciosas viñetas sobre mujeres, género por el cual Gertrud Stein sentía una particular simpatía, no muy frecuente en aquellas fechas. Les cuento tres de ellas para que, de paso, observen la peculiarísima música de su prosa.

Estamos en 1914 y se comienza a hablar de las sufragistas inglesas. Hasta el pueblo donde Gertrud Stein pasa algunas temporadas ha llegado un comentario cada vez más general: las mujeres deberían tener el derecho de voto. Una señora del grupo de comadres hace un gesto de cansancio y dice: «No por Dios tengo que hacer cola para tantas cosas el carbón el azúcar las velas la carne y ahora votar, por Dios».

La segunda tiene lugar en París. En esta ocasión unas amigas están hablando del reciente hundimiento del Titanic y el heroísmo con que se rescató a las mujeres y los niños. «A mí no me parece sensato, dijo Hélène, para qué sirven los niños y las mujeres solos en el mundo, qué clase de vida pueden llevar, habría sido muchísimo más sensato que lo hubieran echado a suertes y salvado unas cuantas familias enteras, mucho más sensato, dijo Hélène».

Y por fin la tercera. Una muchacha le había cogido un cariño grande al perro que acudía cada día con su dueño a la cafetería y ella le daba un terrón de azúcar y le rascaba la cabeza, pero un día el dueño apareció sin su perro. «La chica tenía el terrón de azúcar en la mano y cuando oyó que el perro había muerto se le llenaron los ojos de lágrimas y se comió el terrón de azúcar».

¡Cuánta poesía hay en este gesto de comerse el terrón entre lágrimas! Al gran artista se le reconoce en los detalles. Y las piezas pequeñas, exquisitas, extravagantes o curiosas, sólo se cazan en los terrenos pequeños, exquisitos, extravagantes o curiosos, y de espesa flora. Escritor.